El virus nuevo del emperador

Es larga la lista de grandes libros recreados en la vorágine de las epidemias. Entre ellos, destaca sobremanera uno: el Decamerón de Bocaccio. Es una perla de la literatura italiana y universal. En él describe como un grupo de diez jóvenes, siete mujeres y tres hombres se refugian en una villa en las afueras de Florencia huyendo de la plaga de peste que asola la ciudad en 1348. De esa época viene el nombre de cuarentena. El Decamerón es la primera novela bacteriana de la historia. Digo bacteriana porque el patógeno de la peste, yersinia pestis, es una bacteria, cuyo vector o transmisor es la pulga de la rata.

Las bacterias tienen un carácter muy femenino. Los virus, sin embargo, son muy masculinos, se les nota demasiado la testosterona. Grandes escritores se han volcado en las bacterias: Bocaccio, como hemos dicho, en la peste, lo mismo que Camus, uno de cuyos libro se llamaba tal cual, La peste. El propio Camus sufría una enfermedad bacteriana, la tuberculosis, que a su vez era un elemento fundamental en La dama de las Camelias, de Alejandro Dumas y en la ópera La Traviata, de Verdi, donde Violeta muere de amor, y de micobacterias.

Las enfermedades bacterianas dan más juego que las virales, son más de telenovela. Hay toda una serie de grandes historias de amor asociadas a las bacterias. Por ejemplo El amor en los tiempos del cólera, de García-Márquez, que termina con dos ancianos en un viaje eterno por el río Magdalena. En la peor época de Colombia, eran los cadáveres de gentes asesinadas los que navegaban por él hasta su desembocadura en Barranquilla.

Es curioso que todas las historias de amor se centren más en la feminidad de las bacterias y no en los virus. También sorprende, aunque si se piensa no tanto, que las enfermedades asociadas al amor no sean sexuales. Se podía haber llamado, por ejemplo, El amor en los tiempos de la gonorrea, que podría haber sido una historia romántica vasca, o El amor en los tiempos del SIDA, aunque da un poco de cosa.

Bien mirado, Fermina Daza y Florentino Ariza vivieron ese amor de senectud en un barco, con la única presencia sempiterna del capitán, y alejados de las diarreas espantosas que brinda el cólera. Al menos García-Márquez nos ahorra detalles escabrosos de cagaleras sin fin. Thomas Mann también se sirve del cólera en Muerte en Venecia, la trama de amor prohibido protagonizada por un escritor que se enamora perdidamente (y platónicamente) de Tadzio, un muchacho de 14 años. Un autor maravilloso, atormentado por una homosexualidad prohibida en su época, que sirvió de excusa a Visconti para su deliciosa película homónima.  Parece, en cualquier caso, que el amor se lleva mejor con las bacterias que con los virus.

La exotoxina del cólera, vibrio colerae, sigue haciendo de las suyas por todo el mundo, aunque la higiene, que también es muy femenina, se ha convertido en su principal enemiga. García-Márquez escribió, para variar, una novelita viral, Del amor y otro demonios, donde la protagonista es una joven hermosa mordida por un perro rabioso. Al final, no muere de rabia, sino de amor. La rabia tiene mucho de hitleriana, uno se la imagina con un ridículo bigote y gritando a lo loco. Tiene todos los defectos que puede llegar a tener un hombre: rígida, patética, despiadada. No se conoce un solo caso, a no ser que exceptuemos el de Sierva María de Todos los Ángeles, la protagonista del libro de García-Márquez, de una persona que se haya librado de la muerte después del contagio. Aunque no hay que olvidar que es una obra de ficción, y esa es la ventaja de las obras de ficción, que el autor se convierte en una suerte de Demiurgo que hace lo que le viene en gana.

Los virus tienen muy mala fama. Todo el mundo sabe, o al menos lo sabe todo el mundo que lo sabe, que las bacterias juegan un papel fundamental en muchas funciones corporales. Al intestino se le llama ahora el segundo cerebro, y cada vez se estudia más la laboriosa labor de las laboriosas bacterias. Parece que por cada célula de nuestro organismo hay 10 células bacterianas, lo que convierte a nuestro cuerpo en un planeta azul de bacterias individual e intransferible. De las bacterias, hasta un niño sabe ya (un niño que lo sepa, claro), que las hay buenas y malas. De los virus, en cambio, habla mal casi todo el mundo, al igual que ha ocurrido con ciertas tendencias anti masculinas del presente, se ha finiquitado la presunción de inocencia: todos son horribles. Nada parecía que fuera a cambiar en la opinión que tiene la gente sobre los virus, pero cada vez hay más estudios que, por ejemplo, confirman la importancia de los virus en la creación de la placenta y en no pocas funciones corporales.

El coronavirus es las dos cosas, bueno y malo. Hay quien dice que ha sido creado en el laboratorio, pero aunque así fuera, no podemos olvidar que, como en el poema del ajedrez de Borges, el ajedrecista no es sino peón de un Dios que lo impele a mover la ficha. O sea, que bien podría ser que la Tierra, esa diosa femenina que nos da la vida, esté harta de sus criaturas más rebeldes y se sirva de las argucias más refinadas para llamarnos al orden.

El coronavirus está protegiendo el clima como no lo han podido proteger todos los activistas ecologistas de la historia juntos. Un día se sabrá el balance de CO2 ahorrado por este bichito. Miles y miles de toneladas que ni en el mejor de los sueños se habrían evitado: es probable que en estos seis meses de hecatombe vayamos a proteger el clima más que en veinte años de ímprobos esfuerzos. Por eso el coronavirus tiene algo de Robin Hood, convierte a los ciudadanos del mundo rico en apestados a ojos de los pobres, es el niño de El traje nuevo del emperador que nos muestra, con toda crudeza, la inmundicia y la estupidez de nuestras vidas. Nos ha inoculado, in extremis, el virus de la solidaridad, del reconocimiento, del agradecimiento por todo lo que tenemos perder, sistemas sanitarios, higiene, personas que se sacrifican por nosotros. Nos hace ver la estupidez del mundo virtual, nos lleva a añorar los abrazos, el calor humano. Es el virus de la solidaridad.

Y volviendo al Decámeron, quizás nos lleve a contarnos cuentos e historias ahora que tendremos todo el tiempo del mundo, y ahora que valoraremos más que nunca la fugacidad de la vida.

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