Los propagadores del miedo

Ya se ha dicho que el miedo es inmunodepresor. También se ha dicho que el miedo es necesario, como la culpa, la suegra y el cuñado. Son entidades neutras, a veces nos sientan bien y otras fatal.

Mi amiga Isabel distingue entre el miedo y el puto miedo. El primero nos protege, como en aquella frase célebre de El cielo protector, donde el protagonista dice “Amo los atardeceres rojos del desierto”, a lo que la dama que lo acompaña pregunta: “¿Por qué?” Y el otro contesta: “Porque me protegen de lo que hay detrás.” Ella, intrigada: “¿Y qué hay detrás?” “Nada.”

El bueno de Paul Bowles nos deja un poco desconcertados. Me pregunto si vivió como Sartre, que iba pregonando el existencialismo, mientras él consiguió vivir una vida bastante hedonista y volcada a los placeres. A Goethe le pasaba algo igual. Escribió Las cuitas del joven Werther, que fue un bestseller de la época y que llevó al suicidio a un sinfín de jóvenes, mientras él, como buen motor diésel de la creación, llego a los 82, que no está nada mal para 1832.

Me dirán que en esa época no había Covid 19. Es cierto, pero en cambio en Europa sí había cólera, y peste, y viruela y un sinfín de enfermedades que unos más que otros creían provocadas por la ira de Dios. Como si Dios no tuviera otra cosa que hacer, si existe, y si no existe con más razón aún.

Lo que tampoco había en la época de Goethe, ni en la de Sartre y, más recientemente, en la de Bowles, es un periodismo carroñero que ha acabado con el amarillismo porque cuando todo, o casi todo es amarillo, el amarillo deja de existir, por esa ley universal que hace que el blanco necesite al negro y el negro al blanco.

Hoy en día el negocio de la información se ha globalizado, como el de la moda, los coches o los touroperadores. Hay unas pocas agencias de información que manejan el cotarro de la noticia. Me niego a pensar que están confabulados en una conspiración demoniaca de magnitudes bíblicas. Falta inteligencia para eso. No sólo la mía, que también, sino la de unos y otros. Trabajé 15 años en una televisión pública y si algo aprendí es que cada cual hace lo que puede. Si tal periódico publica tal cosa nosotros no podemos ser menos, si la Reuters, o tal, o cual agencia habla de tal o cual guerra es porque es importante, mientras que las 49 guerras adicionales que de media han convulsionado al planeta a lo largo de los últimos 50 años pasan a segundo, tercer o vigésimo quinto plano dependiendo de imponderables y decisiones gubernamentales, globales o, simplemente, personales.

Era para mi interesante una situación bastante extraña. Estábamos en el estudio, preparando el telenoticias del día, y nuestro corresponsal se encontraba en un lugar remoto del planeta, dependiendo de la decisión de turno favorecedora de una u otra contienda. No pocas veces era este buen hombre o buena mujer, que también las he visto con muchas agallas en guerras y conflictos varios, él o la que requería de nuestras informaciones para poder informarnos en vivo y en directo, desde el mismísimo centro de la noticia, desde el ojo del huracán, como si uno estuviera para hacer allí otra cosa que salir corriendo.

Yo llegué a ofrecerme como actor periodista, disfrazado con la indumentaria más pertinente y creíble, haciendo de enviado especial a la guerra de Yugoslavia o a la masacre de turno. Como es natural, no me hicieron caso. Había que mostrar la realidad desde los rincones más alejados del planeta, por mucho que aquel corresponsal estuviera más perdido que una tortuga en el desierto. Eso sí, las cuatro grandes agencias de información, conseguían sacar agua del mismo desierto, y petróleo si hacía falta.

¿De dónde viene esta afición por la información macabra? En España había un periódico con bastante tirada que era El caso. Era un bodrio moral, pero no estaba mal escrito. De hecho, antes eran pocos los que sabían leer y escribir, pero los que escribían lo sabían hacer, al menos ortográfica y gramaticalmente y los que leían, eran capaces de leer más de 140 caracteres comprendiendo lo que leían. El Caso murió en 1997, después de 45 años de periodismo carroñero. Esta noticia no pudo salir en El caso. Lo bueno de aquella época era que El caso cubría este segmento de la información. Ahora no hace faltan El caso o sus equivalentes nacionales, porque casi todos los medios del mundo son los grandes propagadores del miedo, una pandemia que puede llevar a la desesperación y muerte a mucha más gente que cualquier virus, bacteria o protozoo.

¿De dónde viene esta tendencia? De los años 50 del siglo pasado, cuando un brillante periodista de Estados Unidos tuvo la brillante idea de esparcir por el mundo este lema “Good news isn’t news” (“Una buena noticia no es noticia”). Estados Unidos había alcanzado la hegemonía absoluta mundial después de la Segunda Guerra Mundial y lo que se decía allí iba a misa, como ocurrió con la hegemonía francesa o inglesa. ¿Por qué todo el mundo llevaba peluca en la Europa del siglo XVII? Pues única y exclusivamente porque un rey francés y calvo, Luis XIII, empezó a usarla.

O sea, que el nuevo paradigma “informativo” fue: Vamos a dar malas noticias, que esto será una buena noticia para nuestros bolsillos.

Como todo lo que sube, baja, espero que nos liberemos de esta dictadura de la noticia carroñera. Conozco muchos periodistas deseosos de escribir y publicar noticias varias, malas, buenas, regulares, como la vida misma. Para muestra del cambio, un botón. El diario italiano La Repubblica, por ejemplo, tiene en su portada siempre La prima cosa bella, para empezar el día con una buena noticia. Estos italianos siempre tan buena onda.

Un médico argentino criticaba recientemente el hecho de que hagan conteo de los muertos siete veces al día en los noticieros. El reportero le dijo que no hacían sino replicar los reportes de la OMS. El doctor, muy certero, contestó: “Esa es la función de la OMS, pero no la suya. “

Nuestra función, como lectores, también puede ser decidir qué leemos y qué no, qué compartimos y qué no. Hay noticias malas que nos hacen ser conscientes de situaciones mejorables, y otras que, detrás de ellas, no tienen nada, ni siquiera una nada protectora como el cielo de Bowles. Protejamos a nuestros semejantes de la información chatarra, como ya lo hacemos con mascarillas y distancia social.

El segundo miedo del que me hablaba mi amiga Isabel, el puto miedo, lo podemos, sin culpa, mandar a freír espárragos.

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